¿Es posible terminar con la desigualdad?
Una tarde de otoño, la ciudad olía a café barato y hojas húmedas. En la esquina de una biblioteca pública, un joven apurado tropezó con la realidad: su mochila se abrió y los libros rodaron por el suelo como si buscaran huir del saber. Uno de ellos se detuvo a los pies de un hombre que, envuelto en una chaqueta ajada, observaba el mundo con esa calma que sólo dan los años… o la derrota.
El hombre lo levantó, leyó el título en voz baja y sonrió: —“La condición humana”, de Arendt. Vaya… hace mucho que no veía este nombre fuera de una biblioteca de verdad
—¿La ha leído? —dijo el joven sorprendido. —Dos veces —respondió el vagabundo—: una cuando creía que entendía el mundo, y otra cuando el mundo me demostró que no era así. El joven sonrió, recogió el resto de los libros y, sin poder evitarlo, se sentó junto a él. —Estudio Sociología —dijo con un aire de timidez orgullosa—. Me interesa entender por qué la gente vive tan distinto. El hombre soltó una carcajada leve. —Ah, entender… lo que todos queremos hasta que descubrimos que entender no sirve para mucho cuando se tiene hambre. Hubo un silencio breve, roto por el murmullo del tráfico. El vagabundo encendió un cigarrillo y exhaló el humo hacia la tarde. —Joven, por lo que me das a entender, veo que eres una persona que cree que se puede terminar con la desigualdad. ¿Acaso piensas que la historia aún no se ha cansado de intentarlo? El joven dudó un segundo, pero sus ojos se iluminaron. —Creo que la desigualdad no es un destino, sino un error que podemos corregir. Mire, los sistemas cambian, las sociedades aprenden, los movimientos sociales han conseguido cosas impensables hace un siglo. Si hubo esclavitud y se abolió, si las mujeres conquistaron derechos, ¿por qué no podríamos aspirar a un mundo más justo? El hombre lo escuchaba sin interrumpir, moviendo el cigarro entre los dedos. —Bonito discurso —dijo al fin—. Pero los hombres que abolieron la esclavitud construyeron fábricas donde el hambre era otra forma de cadena. Y los que prometieron justicia levantaron ministerios para administrarla como si fuera un bien escaso. ¿Sabes lo que ocurre, muchacho? Que la desigualdad cambia de traje, pero nunca deja de asistir al banquete.
El joven, con el ceño fruncido, replicó: —¿Entonces usted cree que estamos condenados a repetir los mismos errores? —No condenados —corrigió el vagabundo—, acostumbrados. La costumbre es más fuerte que la injusticia. Nadie se subleva contra lo que aprende a soportar. —Pero si todos pensaran así, nada cambiaría —contestó el joven, casi indignado—. La historia también la escriben quienes no se resignan.
El vagabundo lo miró con cierta ternura. —Y los cementerios están llenos de ellos —respondió, sin sarcasmo, pero con un cansancio antiguo—. No digo que no haya que luchar, muchacho. Digo que, cuando hayas vivido lo suficiente, entenderás que la desigualdad no sólo está en los bolsillos. Está en las cabezas. Hay ricos que se sienten pobres y pobres que sueñan con ser ricos, pero pocos que se conformen con ser justos. El joven bajó la mirada, pensativo. —Quizá… pero aun así, prefiero creer que algo se puede hacer. Si no creyera en eso, ¿para qué estudiar sociología? El vagabundo esbozó una sonrisa ladeada. —Para comprender que estudiar sociología no basta —dijo—. Yo también leí a Marx, a Durkheim, a Weber… todos prometían mapas para entender la sociedad, pero ninguno explicó qué hacer cuando te conviertes en una estadística. El silencio volvió, denso como una reflexión que no quiere terminar. El joven cerró su libreta. —Entonces, ¿qué haría usted, si pudiera empezar de nuevo? El hombre se encogió de hombros. —Quizá leería menos y escucharía más. O tal vez haría lo mismo, pero sin creer que el conocimiento salva. —Y sin embargo, aquí estamos —dijo el joven—, hablando de desigualdad como si las palabras fueran ladrillos. El vagabundo soltó una carcajada sincera. —A veces lo son, muchacho. Lo que no sé es si sirven para construir o para tapiar lo que no queremos ver. Ambos se quedaron mirando el atardecer. El humo del cigarro se mezclaba con el vaho del café que el joven había comprado minutos antes. —¿Cree que se puede terminar con la desigualdad? —preguntó el joven una vez más. El hombre lo pensó, lanzó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. —No lo sé —respondió con voz tranquila—. Pero si algún día lo logras, asegúrate de que nadie se quede sin asiento en el banquete.



